El poema Alma feliz plantea la añoranza de la niñez desde la edad adulta: el "joven ahogado, coronado de algas" representa al adolescente que ha perdido la pureza y la virginidad de los sentidos y ya no percibe el mundo con la dolorosa acuidad de antaño. Esta añoranza se traslada a un plano irreal, la evocación del mundo fantástico del niño. El ingreso en la realidad, o la adquisición de la capacidad de distinguirla de la ficción, conllevan una pérdida de sensibilidad a la belleza.
Traemos aquí el poema titulado Bajo la dulce lámpara. Así lo describe Luis Antonio de Villena:
Una evocación del adolescente provinciano que, sentado ante una mesa una tarde otoñal, recorre el atlas y deja rienda suelta a su fantasía ardiente entre la geografía que el dedo señala y lo que la historia y al seducción de los nombres concreta. Este recorrido acaba con el desencanto, desde lo hondo, del muchacho que sabe que todo eso le estará negado por la realidad, por los otros.
Bajo la dulce lámpara,
el dedo sobre el atlas entretenía al muchacho en ilusorios viajes
y un turbador perfume de aventuras
salpicaba de sangre el mar antiguo de los corsarios.
Los galeones, como flotantes cofres de tesoros,
eran abordados por las naos piratas
y el yatagán, las dagas, los alfanjes se hundían
en los cuerpos cobrizos y las manos violentas
arrancaban la oreja donde el zafiro lucía como Vega en la noche.
Las arcas destrozadas de alcanfor y palosanto
volcaban el carey, las telas suntuarias
y el coral, no tan ardiente como el beso del bucanero
en los pálidos labios de las virreinas.
Las antiguas colonias Veracruz, Puerto Príncipe,
el índigo Caribe y las islas del Viento
conocen las hazañas de bajeles fantasmas
y Maracaibo canta con los esclavos su desgana
a la luz que deshace la cabellera ébano de los banjos
en un río de jengibre.
Otras veces al soplo suave de Favonio,
empujado por Tetis y las verdes Nereidas,
el Mediterráneo dorado por la escama de los delfines
dejaba su plegaria fugitiva de algas
en las votivas gradas de los templos.
Allí Venecia en el otoño adriático
mece en la ola púrpura su cesto de corrompidos frutos,
desfalleciente en el abrazo joven de los gondoleros,
y las jónicas islas
se yerguen como mitras de mármol sobre las aguas.
En su lento carro de bueyes rojos avanza Egipto
y Alejandría, Esmirna, Ptolemaida, brillan en la noche
como un velo bordado de sardios
cuyos pliegues sujeta la diadema de Estambul
allá en el Bósforo fosforescente.
El incansable dedo atravesaba Arabia
y el cálamo aromático ceñía con un mismo turbante de cansancio
las cinturas de los amantes.
Al crepúsculo,
surgía Persia como un lento girasol de fastuosidades,
y el bárbaro etíope, negro fénix llameante,
consumía sus entrañas en el furor celoso de la caza
mientras Ceylán los bosques de canela y caoba
silenciaba con el ala de sus pájaros misteriosos.
Muchacho infatigable, bajo la dulce lámpara,
tal vez buscaba una secreta dicha
apenas confesada en su interior.
Cuando los días pasaron, él ya supo
que su destino era esperar en la puerta mientras otros pasaban.
Esperar con un brillo de sonrisa en los labios
y la apagada lámpara en la mano.
Este otro poema titulado El pálido extranjero: la amenaza del otoño cuando aún arde el fuego vital del estío. El otoño es el extranjero rubio que llega a un pueblo y su presencia va a suponer el final de su infancia.
Si aún el corazón golpea en mi costado
y hay labios esperándome
¿por qué, otoño, levantas el sombrío cadalso de tus bosques?
¿Por qué en la roja poma escondes insidioso el rubí de las úlceras?
Aguarda aún, aguarda,
que el estío me ciñe en su lecho de fiebre
y un viento impetuoso
aviva el lampadario voraz, donde la llama
quema la sed viva del cuerpo,
y el párpado, y el músculo, y las venas crepitan
sin consumir jamás su danza triste y muda.
Con el oído en tierra,
sobre la tierra yerma que ansía el fértil zumo de tu abrazo,
espío tus pisadas en la noche,
oh pálido extranjero caminante,
oh poderoso peregrino de sienes corroídas por los líquenes.
El atabal lejano resuena con tus pasos
y las ménades turbias conducen tu caballo de lluvia silenciosa
que hace huir al amor como emigrante pájaro
y convierte los tálamos en funerarias piras.
Tu religioso cortejo, otoño pío de vendimias,
despliega el cortinaje perla, violeta y llanto
que a los mortales ojos ensombrece
el solemne festín de atardeceres.
Las nubes, como encarnadas bandejas de opulencia
vuelcan la carne madura de los frutos,
que se abre en gusanos como vivientes joyas enfermas
sobre bocas granates de deseo
y el vino y la miel gotean su dulzura
en el áureo cuerno del cazador sorprendido
ante el huyente ciervo que incendia desolado con sus astas ardiendo
los ramajes purpúreos.
Cubre la muerte tu máscara de oro,
y tus manos de oro
arrancan a los tubos sagrados de la selva,
como a gigante órgano, su pura melancolía solitaria.
Los nómadas fantasmas de mujeres,
con los cabellos híspidos en rizos de serpientes,
sonámbulas de luna, pasan ciegas envueltas en su vaho de lágrimas
ofreciendo gargantas que invitan al martirio,
y su grito acompaña tu aparición, cual la del Lázaro,
cadáver suntuoso de gemas entre vendas,
collares que sostienen la podre con el palor violáceo de sus ópalos.
Escucho tu cercano cortejo,
y el estío que deja sus verdes juncos finos perfumando mis manos
me entrega un don amargo y acre de inquietud.
Palpitan los relojes con tu hora, y tus veloces pajes,
ah, fríos y crueles, prenden sus aceites aromáticos
y árboles de humo se levantan al cielo
cual candeleros respirantes en la pesada atmósfera de una cámara ardiente
La nocturna criatura solitaria,
bajo límpidas sábanas despierta acongojada
al rumor de los días altos que se acercan como monjes de moradas cogullas
que acompañan, con el florido tallo de sus voces,
por claustros de sangrientos vitrales
y entre tapicerías vivas donde sen enlazan cuerpos como guirnaldas de frutas codiciadas,
al otoño, que bajo la grana espléndida de sus racimos
porta en brillante píxide
el último suspiro adolescente.
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